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6 ene 2013

Madrigal, blog de Roberto Matías

Blog de Roberto Matías

Isabel IV

Atravesamos el patio con el suelo empedrado y la monja nos invitó a pasar dentro de lo que fue el antiguo palacio. En el interior, otra monja agustina nos esperaba tras un pórtico para hacernos una visita guiada. Quinientos años atrás, aquel pórtico sería la puerta trasera, la puerta de los criados. El patio estaría encharcado en invierno, probablemente con restos de la helada de la noche, el barro denso batido por las pezuñas del ganado guardaría el olor a heces de perro, de cabra o de burro, todo mezclado con el aroma de leña quemada y del humo. Los criados se afanarían en sus tareas, algún mendigo esperaría por su limosna o por las sobras del día anterior, jóvenes del pueblo aguardarían por una oportunidad, ateridas de frío y apenas visibles entre la niebla, campesinos y artesanos harían un ir y venir de mercancías y alimentos en busca de comprador, el sonido de voces de regateo confundido con el cacareo de gallinas y el bullicio del tumulto de la mañana. A buen seguro que en aquella época no hubiera sido una monja la encargada de abrir la puerta de los visitantes plebeyos. Expectantes, cruzamos el umbral y nos adentramos en el palacio donde nació Isabel de Castilla, la reina más poderosa de toda la historia de España.

Isabel

Las monjas mantienen el antiguo palacio limpio e incluso pulcro. Las paredes de piedra de la primera sala que nos enseñan muestran colgadas a modo de cuadro unas rejas de madera que antiguamente las separaban del resto de los mortales. La monja nos recita unas explicaciones rápidas y muy memorizadas y nos da paso al antiguo refectorio del convento. Hasta el año 1985 y desde el siglo XVI comían allí en unas mesas de madera que ellas pusieron y que allí siguen. Hace casi 30 años decidieron cambiar el comedor de sitio para preservar lo que en tiempos fue una sala de audiencias. Los techos de madera de pino están sin restaurar pero aguantan perfectamente sus cinco siglos de vida. Las vigas y los artesonados fueron trabajados a mano con navaja, cuchillo o lo que tuvieran disponible, nos dice la monja, para tallar unas hojas y unas flores realmente bonitas que recorren y que adornan esas vigas. Nos dice la amable señora que allí recibía Juan II de Castilla, padre de la reina Isabel, a embajadores y nobles de otros países y comarcas. Que se celebraban reuniones y audiencias y que una parte de la historia de España tuvo lugar entre esas paredes. El banco de madera corrido que bordea la sala servía de asiento a los señores. En el fondo se sentaba el rey y a su lado sus consejeros. Las ropas, los trazos y las maneras de aquellos hombres han sido retratadas en el cine y en el teatro muchas veces. A mi me resulta fácil imaginarlos allí sentados, con la pose de hombría e importancia, esperando su turno para hablar, seguramente a gritos, apestando después de un largo viaje a caballo, manando de sus bocas un vaho denso y un aliento podrido, el frío de la estancia luchando contra la tenue luz de las velas, la humedad mitigada por la acogedora madera de pino de los techos, el suelo plagado de huellas de botas sucias de barro del camino, el olor a vino caliente, a mugre y a sudor rancio.

- Su majestad, reciba nuestros respetos, traemos noticias de la guerra contra Aragón, dijo don Álvaro de Luna
- Le escucho, dijo el rey, mientras uno de sus criados ofrecía vino a los recién llegados.
 
Isabel V
 
Subimos al piso de arriba por una escalera de piedra que tampoco ha sido tocada desde que se construyó el palacio. Entramos en una capilla que tiene un retablo con piezas valiosísimas. En las paredes hay algunos cuadros también de gran valor y a través de una reja podemos ver la gran iglesia que no está abierta al público, o a los turistas, como dice la monja. Permanecemos allí un rato los diez visitantes, la monja se interesa por los niños y confiesa que nunca ha usado un móvil, ni siquiera lo ha tenido jamás en sus manos. Esas paredes, esas reliquias, esas esculturas pudieron ver a los reyes de Castilla en el reclinatorio rezar por los suyos, pedir salud para la nueva criatura que sería reina, deambular medio a oscuras, a la luz de un candil de aceite, por entre los santos, en busca de la confesión del obispo. Imagino un frío atroz en las mañanas de diciembre como en la que nosotros visitamos la estancia, los braseros apenas caldeando algún rincón de las grandes salas, el sonido del viento silbando por debajo de las pesadas puertas de madera, ropa gruesa y barroca.

Isabel III

Volvemos al pasillo exterior que da al patio central y accedemos a las estancias reales.
Me da la sensación de estar entrando en la casa de mis abuelos del pueblo de hace
35 años. Me sorprende el poco cambio que ha habido en cuanto al diseño de las salas y
a la idea de la distribución de los espacios. Muebles antiguos decoran y guardan objetos
de la época, intactos. El suelo es el mismo que pisaron los reyes, de un rojo apagado y
rugoso, hecho de losetas rectangulares. Casi nos da pudor pisarlo, siento como si
pisara un lienzo antiguo o un fresco hecho en el suelo. Oigo a la monja recitar el
discurso mil veces recitado, nos enseña la sala previa a la alcoba real, donde podemos
ver un retrato de los reyes católicos, único, por lo visto.
 
Isabel II

 


Otras obras de arte jalonan la sala, entre las que podemos admirar un crucifijo tallado por Berruguete. Supongo que las horas previas al parto, Isabel de Portugal, su madre, sufriría en silencio y atendida por varios súbditos. Los braseros estarían todos desbordados de brasas y ceniza. La reina en las últimas semanas de invierno esperando el parto.
Los niños, preguntados por la monja, intentan adivinar cómo será la habitación donde nació la reina. ¿Será grande? ¿Será impresionante? ¿Tendrá una gran cama? La monja consigue crear la expectación necesaria y merecida por el momento previo a conocer esa habitación. Resuelta, empuja una puerta doble y más bien sencilla. Nos asomamos con los ojos bien abiertos y vemos un cuarto pequeño, de unos diez metros cuadrados, lo justo para una cama y un baúl. Yo no me sorprendo demasiado, esperaba algo así. La monja confirma que en aquella época las habitaciones eran pequeñas para que fuera más sencillo calentarlas. Así ha seguido siendo en Castilla durante los cinco siglos posteriores. Alcobas recogidas, con poco espacio de sobra alrededor de una cama de 1,35 a lo sumo, el brasero en un rincón y la pared con un gran crucifijo. La estancia tiene una puerta lateral de cuarterones, dos de ellos se abren y permitían a los reyes ser atendidos por el servicio. No hay ventilación, salvo la puerta de entrada, y no quiero pensar lo que debía ser esa pequeña alcoba plagada de olores fuertes, agrios y persistentes, aromas duros a humanidad, a ropas densas y apenas lavadas cada semana o cada mes, cualquiera sabe. La pequeña princesa balbuceando entre las sábanas, los criados atentos tras la puerta, el rey altivo y mostrando poco o nada sus verdaderos sentimientos.

http://robertofly.wordpress.com/2012/12/27/isabel/#more-1078
 

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