Teodoro Portillo Garzón
El autor de este manojo de memorias vive hace ya muchos años en los Estados Unidos de Norteamérica, lejos -¡demasiado lejos! - de Madrigal, que es su pueblo. Vive cerca de la costa del Pacífico y bastante cerca de Canadá, a unas 14 horas en avión de su Madrigal. Digamos a que a unos 13.000 o 14.000 kilómetros de su recordada Villa. Nada puede extrañar que este madrigaleño, desterrado tan lejos de su pueblo, esté enfermo de nostalgia y se pase muchas horas del día recordando cosas y personas de su Madrigal. Muchas veces ha soñado despierto recordando sus años de niño y de joven, vividos en Madrigal. Un día, se le ocurrió poner por escrito esos recuerdos, y fue acumulando memorias de la vida de un pueblo castellano de hace más de 50 años. Amontonó los recuerdos del taller de Eliseo, tan cercano a su casa, o de la solana de la tía Melania, o del casino donde pasó tan buenos ratos “al amor de la lumbre” de la estufa, charlando de cientos de cosas con sus amigos, de sus bailes, de sus juegos de mesa, de los borregos de la Semana Santa. Llenó papeles con los recuerdos de personajes de aquellos lejanos años: Don Juan el cura, Don Jacinto el capellán de las monjas, Mariano el “Feo”, Antonio y Genoveva, Barceló el mago, Francisco el sacristán. Trasladó de la memoria al papel el recuerdo de las escuelas por donde pasó. Desde la escuela de párvulos de la “señá” Candelas hasta que empezó el bachillerato y se fue a estudiar lejos de Madrigal. Recordó por escrito los oficios que había en Madrigal en aquellos años y que ya no existen muchos de ellos, los de la labranza de la tierra y los complementarios de ella, los oficios de antes de la tecnología y la industria moderna. A Mariano el “Feo” le hizo el modelo de los mozos de labor, de los que araban los barbechos, los que sembraban a mano el trigo, los que hacían las mil y una labores de la labranza, los que trabajaban en las eras, los héroes callados del campo castellano. Antonio es el jornalero prototipo, el que cuidaba los majuelos, el que hacía las faenas menores en una casa de labranza, el segador incansable de los tórridos veranos. Con mucho esfuerzo, fue rebuscando en los pliegues de la memoria los recuerdos lejanos que se negaban a mostrarse claramente y a presentarse en la pantalla de la memoria. Busca y rebusca, hurga y escarba, hasta que aparecía el nombre esquivo, el recuerdo semiolvidado y lograba componer el cuadro más o menos completo y presentable. Así fue reviviendo los juegos de los niños: las bolas, las tabas, la peonza, la dola. Y los de las niñas en la plazuela de los Herradores: la comba, al corro, la pita, las prendas. Siguiendo con los recuerdos, el autor trató de pintar – no sé que lo haya conseguido – las fiestas y acontecimientos que jalonaban cada año la vida de Madrigal: El día de san Antón y las carreras de burros. Las fiestas del Cristo con sus corridas de toros. Trató de pintar las escenas de la muerte del tío “Romanones” y los elegantes y esculturales “cortes” de “Cotito”. De revivir los alegres días de la vendimia y del dulce arrope, los de la matanza de diciembre, de morcillas y longanizas. Llegó un tiempo en que este sistema de vida, este modelo vital, empezó a cambiar, a olvidarse y a dar paso a otro ritmo de existencia. Llegó el regadío. Las mulas dejaron paso a los tractores. El esquema del campo agrícola se transformó por obra de la concentración parcelaria Un día, pensó el autor que lo que escribía para él solo era algo que podía interesar a más gente, a los madrigaleños que vivían en Madrigal y a los que les ha tocado en suerte - ¿en mala suerte? - vivir lejos de Madrigal para ganarse la vida lejos de la Muralla y la Torre. Que podía interesar a muchos que quieran recordar como se vivía hace 50, 60 años en los pueblos labradores, cómo era la vida de esos pueblos perdidos en sus campos, lejos de las ciudades, de los periódicos, de las revistas, de la vida intelectual.. Se daba cuenta de que después de los años 50 ha habido un giro copernicano en esa vida rural y había que conservar de algún modo la memoria de esa vida y comunicársela a las generaciones nuevas que no la han conocido. No es mejor ni peor que otros modos de vida. Pero, solo por haber existido y haber sido un modo de vida agrícola por muchos años y aun por mucho siglos, es digna de conservarse de alguna manera y de ser trasmitida a otros. Vinieron a confirmarle en esta idea, unas palabras leídas en la “Tercera de ABC” de Gonzalo Anes, Director de la Real Academia de la Historia a propósito de este mismo tema. Decía así el Director de la Academia de la Historia: “¿Cómo expresar, para que puedan revivirse mentalmente, las costumbres agrarias antes de los cambios que originó la mecanización del campo? Quienes hemos vivido lo de antes recordamos muy bien la persistencia de actitudes, de costumbres y de tradiciones con orígenes ancestrales, perdidas tantas veces en la noche de los tiempos. Pudimos vivir, en nuestra infancia y juventud, las grandes transformaciones de las actitudes tradicionales, conservadas hasta entonces en su esencia durante milenios... Se conservaban costumbres y tradiciones durante siglos, permanecían fieles a sus orígenes ancestrales. Se mantuvieron en lo esencial, hasta que se transformó la relación hombre-naturaleza. Ocurrió este cambio al tecnificarse el campo y al ser arrumbados los viejos aperos de labranza... A quienes hemos vivido estos cambios, nos parece que podemos entender mejor el pasado, en todas sus épocas, por haber sido testigos de sus supervivencia y del final de ellas en los últimos decenios. A quienes nazcan ahora, les resultará difícil representar en sus mentes lo no vivido, por mucha información que reúnan, oral, escrita y gráfica... Haber estado presentes en el cambio quizá nos faculte para establecer un contacto más intenso y más profundo con las mentes de quienes fueron sus protagonistas, del que puedan conseguir quienes estudien, en el futuro esas transformaciones”. Este manojo de memorias queda, con estas palabras tan autorizadas, como ungido y transformado. Ha sido elevado, de unas memorias personales muy privadas y de interés para muy pocos, a casi un documento histórico, al testimonio de una época que se terminó hace décadas y se transformó en un sistema de vida totalmente distinto. Este manojo de memorias puede ser como un museo de ese pasado reciente en el que se conservan esos modos de vivir, de trabajar, de divertirse, de ser hombres y mujeres. No ha querido el autor otra cosa que componer un álbum de memorias con fotos amarillentas y de color sepia, como esos álbumes familiares que se hojean siempre con sentimientos de gusto y tristeza, tanto por los que han vivido los acontecimientos reflejados en las fotos, como por los que no conocieron ni esas escenas ni esos personajes Quiere mostrar como fue Madrigal antes de la televisión y los videojuegos, antes del supermercado y los refrigeradores, antes de los tractores y las cosechadoras, antes del regadío y la concentración parcelaria. Todos nos resistimos a que nuestro mundo muera para siempre y por eso queremos conservarle en el recuerdo. Eso es lo que ha querido el autor: llenar el álbum con las fotos perfectas que captan, inmóviles, la vida y milagros de los madrigaleños de hace décadas. Sabe que no ha conseguido unas buenas fotos, que no son lo nítidas y luminosas que él quería, que el álbum está incompleto y es pobre y con poca luz. Pero está satisfecho porque lo ha intentado y eso es bastante ya. Teodoro Portillo Garzón |
Comentarios
Publicar un comentario